19.2.13

El árbol del eterno retorno


Beso CD :©Ángela Ibáñez

El árbol tenía reflejos platino, bajo sus ramas pobladas de CDs y a lo lejos atardecía en Silicon Valley. Los bips-bips se habían apagado y sólo quedaba la sombra de una pareja a contraluz. Hombre y mujer en una danza ritual, el código estaba impreso en los circuitos, no necesitaba aprendizaje previo, era fácil y grato de llevar.      
Él cogió un CD del árbol, tras olisquearlo y lamerlo un poco, se lo ofreció de manera morbosa y tentadora a su compañera. Ella sonrió seductora, recreó su imagen en el reflejo y paseó lentamente su lengua por el círculo plateado; la saliva hizo contacto y el destello abrió la noche. En un segundo todo el saber albergado durante siglos fue suyo. Él, deslumbrado, la besó largamente hasta absorber y compartir el conocimiento. Se vieron hermosos y desnudos. Un foco luminoso les apuntó desde lo alto.
La nave de Dios, el fabricante de robots, les había descubierto.

© Ángela Ibáñez


EL ÁRBOL DEL ETERNO RETORNO
Publicado en Artes y Letras.
Heraldo de Aragón. 

Imagen:
Beso CD.©Ángela Ibáñez

6.3.12

Cuadro con retrato de cine dentro /Guión



El Guión Cuadro con retrato de cine dentro de Ángela Ibáñez ha sido publicado el la revista internacional "El Perro Blanco" nº 12, editada por Libros del Innombrable.

23.1.06

LETRA IBARRA

YING/YANG©Ángela Ibáñez


Desde el asteroide se veía todo un poco confuso, sin duda la lente debía de estar sucia, Damián era un vago que con frecuencia caía en la más absoluta dejadez, o bien quien sabe, podía ser que el cristal estuviese empañado por la diferencia de la temperatura y la humedad condensada.

La maquinaria era de precisión, pero con los años y el ferrete que le daban, la verdad es que estaba un poco cascada y, luego, alguno de los inquilinos dejaban mucho que desear. Pero los amigos se eligen, a veces los amores también, pero los compañeros, no. Y ésta era su fustración. Allí estaba atrapado, a miles de kilómetros de nada, con una panda de subnormales profundos, no es que los odiara, es que no los tragaba; parecían salidos de una galería de viñetas de cómic, decadentes y trasnochados, el galán ajado por los años y el alcohol de bota plástico espacial, remedo de algún primitivo y arcaico instrumento de bebida tradicional. La niña siliconeada buscando siempre bebé con el que colgarse y jugar a cuidar, cintura apretada para olvidar respirar. Un pitufo peludo y greñoso del que sólo asomaba la nariz u otro apéndice parecido y goteante. Perseguía los canalillos de cualquier trasero que se cruzase a nivel de su olfato. El marimandón jefe era ya la repanocha en verso, de algún poema épico ripioso y rijoso, parecía un cromo decolorado de tanto ser manoseado por el mando, que siempre se ha dicho que desgasta mucho.

No tenía ni puta idea de nada, como era de rigor para ascender a la escala superior de mando y disciplina, cuanto más hueca la cabeza mejor, mas manejable para la alta inteligencia del estado. El piloto automático era el más encantador de todos, trabajaba sin quejarse, era insustituible y callado, un verdadero tesoro. Y, por cierto la mano derecha del marimandón jefe, como daban fe las ordenanzas interestelares que estaban funcionando en los cuarenta principales a ritmo de salsa de tabasco.

Cuando tenía algún conflicto buscaba en las páginas amarillas, le relajaba mucho. No bebía, salvo agua de lluvia; cuando podía pillar algo, pues era muy codiciada y escasa. Los tiempos no estaban para menos y, en el mercado negro, llegaba a unos precios astronómicos. Pero tenía un amigo que, de cuando en cuando, de algún fideicomiso le trapicheaba una poca, y era la gloria. Le flipaba y colocaba cantidad, como en los viejos tiempos; por lo demás era abstemio. Las cosas o intensas o nada, los silicios y los platinos no le iban, algunos colegas se enganchaban con facilidad, pero todo lo que era de síntesis le daba mal rollo. Era de ¨naturis profundis¨. Le venía a la cabeza, de vez en cuando, pero no sabía lo que significaba, tal vez algún champú que había quedado impreso en sus cortocircuitos tras la limpieza legal, la obligatoria, vamos, igual que la revisión de los bajos.

Se ponía, a escondidas, la cinta prohibida, la que inhibía la limpieza mental, le encantaba ser un guarro y tener recuerdos, aunque fuesen de otros. Propio, se puede decir que no tenía ninguno, el sistema de reproducción era asistido, como la conducción, no se corría ningún riesgo y era demasiado aburrido. Por eso sus cortocircuitos a veces eran interesantes. Surgía la aventura de lo desconocido.

En las páginas amarillas encontraba solución para todo. Para todo lo que no fuera lógico, para eso ya estaba el libro gordo, pero estaba a dieta permanente y era caro y difícil de localizar, pues cada búsqueda significaba que, obligatoriamente, debía de menguar su volumen según la cantidad de saber y conocimientos inducidos en el lector, es decir en la cantidad de vaciado que producía en su esencia de libro. El desalojo del espacio ocupado por el saber terminaba siendo igual a un enorme dolor de cabeza, que precipitaba en sueño, con lo cual no era nada rentable, como ya dije al principio.

Las páginas amarillas en cambio tenían magia, eran impredecibles y mutantes. Su color obedecía a su estirpe temporal, huidiza y frágil, determinada por su genealogía en el tiempo. La especie de los mutantes, todas las hojas eran iguales en su existencia, para ser diferentes en la sucesiva, que cronológica y sucesivamente, variaba y cambiaba sin descanso y sin agobio.

Un día, o el período de luz que él conocía, le ocurrió algo que le sobresaltó y que no le contó a nadie, para que no pensaran que se le habían oxidado los circuitos. Estaba disfrutando de una de las páginas amarillas, cuando le pareció notar algo en el centro del libro, aproximó el dedo y casi gritó de la paranoia, un pelo, había un pelo en la hoja. Siempre había sabido que ¨si buscas, encuentras¨, eso estaba claro, pero esto era demasiado para cualquiera.

Suyo, el pelo digo, no era, pues hacía mucho tiempo que sabía que no tenía un pelo de tonto, pero es que no tenía ni de tonto, ni de ninguno, y en ninguna parte. Los últimos pobladores fueron los de la cabeza, que le abandonaron hacia ya mucho. Por eso el susto fue mayúsculo, aunque las letras eran todas minúsculas y en un tipo ya olvidado, el Ibarra; no era útil, pero le molaba. La jerga de Damián se le pegaba rápidamente por las orejas, superponiendose a su capacidad verbal, anulándola. Tendría que engrasar el modem.

Entre las letras notó una sombra y al enfocar y ampliar varias veces la zona, cuadriculándola, vió con nitidez que se trataba de una huella. Genial, aquello si que era arqueología de campo. Nunca lo hubiese soñado, parecía una vieja historia de las que contaban las cafeteras, cuando se les calentaba demasiado la cabeza y terminaban por echar humo oloroso. La tentación y el deseo subió varios registros de intensidad, no lo pudo remediar, pero nunca debería de haberlo hecho. Colocó trémulo su dedo, ese apéndice blanco y blando adaptado para todo y para nada que uno no quisiese, y lo puso encima. Se iluminó de oscuridad, como una bombilla oscura de última generación. Era su huella. Presionó y desapareció. La huella y él. Y con él su recuerdo. En la siguiente página volvió aparecer entre los barrotes de la letra Ibarra, pero solo, sin huella y sin recuerdo.

©Ángela Ibáñez

LETRA IBARRA.

Relato publicado en Texto a Diario

2002

1.1.06

CIUDAD SIN AGUA


En el cielo se veían nubes, oscuras y amenazadoras, de un violeta intenso. Las tormentas allí nunca llegaban al negro. En los pies tenían anclajes para cuando arreciase, no eran tornados, pero volaba todo. La ciudad ponía su urna de cristal esmerilado, su protección contra la arena; el desierto, desde que se llevaron el agua, cada día estaba mas cerca. Empezó como una cosa tonta , un trasvase cualquiera, el río de alambre, el gran río se fue secando. Lo adornaron como un parque para aprovechar el espacio y nadie lo echara en falta. Al principio fue bonito, luego empezó a faltar el olor del agua en el aire, el cierzo rascaba con fuerza, la piel se arrugaba. Con el ímpetu del vendaval, las casas temblaban por la tormenta seca, todo electricidad, arena y rayos . Peligraban los edificios y las comunicaciones, cada vez se aislaba más y reinaba el silencio. La tristeza de no encontrar soluciones afligía a los ciudadanos, que cabizbajos se escondían en las casas, echaban su anclaje de titanio al suelo para que no se los llevase el viento.
Ya eran pocos los que quedaban.
Se había llevado a tantos.


© Ángela Ibáñez


CIUDAD SIN AGUA
Publicado en Artes y Letras.
Heraldo de Aragón.

Imagen:
Zaragozaultramarina.©Ángela Ibáñez